Tuesday, March 19, 2024
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LA ALEGRE GLADYS EN EL VENTORRILLO DE DOÑA LOLITA

Por Sebastián del Pilar Sánchez
Por Sebastián del Pilar Sánchez

El ventorrillo del barrio pertenecía a una señora de nombre Lolita, una humilde santiaguera que desde su llegada a la Capital, no había hecho otra cosa que trabajar duro, afanando con tenacidad y buen ánimo para sacar adelante a sus cuatro hijos.

Aunque la edad le había pasado su inevitable factura, la señora no llegaba a los 40 años y aún se veía joven; siendo visibles sus rasgos de belleza pese al irreversible deterioro facial que acusaba, producto -en parte- de la agotadora faena de la crianza de cuatro hijos -dos señoritas y dos varones pequeños-en una época difícil, en la que se veía forzada a labrar su futuro amparada en la fortaleza de su ánimo, sin esperar refuerzo alguno de parientes y conocidos.

Su vida no había sido un sendero de rosas después que concluyó su relación con un empresario santiagués con quien procreó a Danielito y Jacobito Espinal, sus hijos de seis y cuatro años; pues al verse sola tuvo que sacudirse, y obrar con desesperación en la búsqueda del dinero necesario para solventar las necesidades de techo, ropas, alimentación y educación de su familia.

Cuando consideró que no iba a conseguir su objetivo en su tierra, se marchó a la Capital, empleándose como ayudante doméstica en la casa de unos familiares lejanos y pasando ahí una temporada de extrema austeridad; gastando sólo lo esencial, lo imprescindible, y ahorrando con verdadera disciplina, centavo sobre centavo, la mesada que recibía.

gladysEl propósito de su enorme sacrificio era economizar un poco de dinero que le permitiese sostener una empresa propia para lograr, en el menor tiempo posible, restaurar su dispersa familia; y con ese objetivo en mente fue que alquiló un reducido espacio de una casa, instalando luego allí un ventorrillo que sería el inicio de una nueva etapa de su vida.

Este puesto de venta de vegetales y frutas lo puso en la calle Barahona, próximo a la Bartolomé Colón, consciente de que su sostenimiento era una tarea que concentraría su atención y dedicación a tiempo completo, y que sólo tendría progreso siendo hábil y oportuna en materia de compras y relación clientelar, puesto que se desenvolvía con escasos recursos y dependiendo de su propio peculio.

En aquel empeño estaba siendo favorecida por su acertada escogencia del lugar donde comenzó a funcionar su proyecto: la tercera sala de un bloque de apartamentos dentro de la casa No. 255 de la citada calle, al lado de la residencia de soltera de la doctora farmacéutica Luisa Rodríguez, propietaria de la reconocida Farmacia Santa Margarita, que operaba en la misma acera, dos casas más abajo.

Dicha vivienda era en realidad un viejo rancho de madera y zinc, con piso de cemento rústico y seis estrechos cuartos, donde reiniciaba su vida junto a sus hijos, compartiendo con otros inquilinos la renta a un costo de diez pesos mensuales por familia. Allí tenían que dormir apretujados; ella en su cama, acompañada de sus pequeños retoños; y sus hijas Ramonita y Gladys, adolescentes aún, con 17 y 14 años de edad, compartiendo la angustiante incomodidad de un mismo lecho, en el que tenían dificultad para moverse.

A eso se agregaba la odiosa situación de verse forzadas a intimar con sus vecinos, puesto que aquel albergue sólo tenía un baño y un solo fregadero, que se utilizaban por turno, originándose en ocasiones un irritante estado de ansiedad y disputa, cuando uno de los moradores requería de urgencia realizar una necesidad fisiológica en el ocupado cuchitril al fondo del patio.

En ese contexto, era escena frecuente, contemplar a un vecino con el pecho descubierto y una toalla sostenida en su cintura, esperando un turno para defecar o bañarse, recostado debajo de la generosa sombra de un árbol de tamarindos, haciéndose el desentendido, esperando el momento de entrar al baño o al sanitario.

A veces había más de una persona  con igual apuro, allí o en otros sitios de aquel ancho patio; en el que también, durante la época de verano se apreciaba diversas matas colmadas de deliciosas frutas (cocos, almendras y mangos), convidando la excesiva e importunada presencia de muchos caminantes y moradores del barrio, que iban al lugar a saciar su hambre y aprovechaban el momento para arbitrar -sin que nadie se lo pidiera- las encendidas polémicas y agresivos pleitos que se producían repentinamente entre inquilinos; colaborando con apremio en bajar la temperatura del caldeado ambiente, calmando la tempestad e imponiendo el dominio de un clima con agradable convivencia interior.

En medio de la dificultad descrita, doña Lolita, con el dolor de su alma, tuvo que separarse de su pequeño hijo Jacobito, enviándolo transitoriamente donde unos parientes en Bonao, pues el niño había nacido un poco enfermo, requiriendo una atención especial que era imposible conseguir en ese lugar, pero que podía lograrse junto a su familia en “La Villa de las Hortensias”.

Después de ese contratiempo doméstico, ella prosiguió con apremio su labor de desarrollar su pequeño negocio, sin contar con más ayuda que sus propias manos; trabajando como un hombre de sol a sol, con firmeza y decisión, en el duro oficio de comprar y revender mercancías alimenticias.

Día tras día, de lunes a sábado, se levantaba a las cuatro de la madrugada, preparaba un poco de café… y poco después, tras ordenar la casa, iba junto a su hija Ramonita al mercado de Villa Consuelo a comprar los productos agropecuarios que llegaban frescos en camiones grandes y pequeños, originarios del Cibao y otros puntos de la fecunda región Norte.

Era previsora, se anticipaba a los problemas, porque confiaba plenamente en la utilidad de un refrán que le enseñó su padre cuando estaba pequeña; el que dice: “A quien mucho madruga Dios le ayuda”. Y apoyada en esa convicción, se iba diariamente a la plaza, recorriendo a pies la distancia de medio kilómetro (unas cinco cuadras desde su casa), para presenciar la llegada de los camiones y el desmonte de las mercancías, teniendo holgada oportunidad de evaluar la calidad de los productos que quería comprar; pues en ese tiempo su negocio carecía de refrigeración y era un acto corriente que los clientes desdeñaran adquirir artículos mareados o dañados, siendo vital emplear un poco de tiempo en su revisión, si se quería evitar una mala selección con riesgos de pérdidas en la compra.

A ella le preocupaba igualmente que los frutos obtenidos, producto del manoseo frecuente, no pudiesen resistir la adhesión de bacterias y acabaran perjudicando la salud de sus clientes, que al final de cuentas eran sus vecinos más cercanos.

Mientras la señora Lolita y su hija Ramonita estaban en la plaza, su otra hija Gladys se mantenía en el hogar con el encargo de cuidar al pequeño Danielito, planchándole sus ropas y preparando la mochila que debía transportar en la mañana al colegio, llevando algo de comida, sus libros y cuadernos. El niño se había trocado en esperanza de éxito, desde que su maestra de kindergarten le reveló a su madre que tenía memoria de elefante, pudiendo llegar lejos en la vida si desarrollaba sus habilidades para estudiar y aprender.

Gladys también estudiaba y realizaba el sexto curso, pero como la mayoría de las chicas de escasos recursos, su vida escolar estaba limitada por una regla doméstica que su madre no se cansaba de recitar últimamente; estableciendo que al cumplir los 15 años, sus hijas debían reorientar su aprendizaje penetrando de lleno en la amplia esfera de la instrucción marital, estudiando a tiempo completo la enredada tarea de alcanzar un buen noviazgo con fines de matrimonio.

En ese empeño, le favorecía la ternura de sus 14 años, su físico agradable, su pecho esplendido y su precioso cuerpo; aunque tenía como punto débil su baja estatura, su ancha nariz y su cabellera rebelde.

Pero ese defecto sería superado con la receta mágica de su hermana Ramonita, convertida en cuidadora de su pelo, quien haría depender su atractivo del alisado permanente con una tenaza ardiente, que admitió como maravillosa tortura en su cabeza, cuando su hermana le puso un espejito delante para que comprobara su completa  transformación.

No podía creerlo, pero tenía el pelo felizmente alterado, tan llano y muerto como el de su madre, o el de su hermana. La alegría no le cabía en el cuerpo y llena de entusiasmo, acogió con agrado la fórmula maravillosa del alisado, que Ramonita extendió a sus uñas y a su rostro, aplicándole un moderado maquillaje en sus ojos y pómulos, con un arco perfecto en sus cejas.

Desde entonces, los jóvenes y adultos reparaban en su fantástica conversión de inocente e inadvertida muchacha, a mujer hermosa y apetecible en cualquier escenario público; y desde entonces muchos vecinos pusieron en ella sus ojos, sin reparar en su candor, porque ignoraban que en ese momento no estaba buscando marido, pues aún sentía mucho afecto por la escuela y pulsaba en su corazón el modesto sueño de ser enfermera, para sobrepasar el tope de ilustración docente que se le había reservado en su código familiar.

La joven Gladys disfrutaba como ninguna otra chica del barrio la música de la época: El vibrante chachachá puesto de moda por artistas como el cubano Tito Puente y el criollo Johnny Pacheco. Ese chachachá que en ese instante llegaba a la cumbre de la popularidad en la voz melodiosa y mágica de Nat King Cole, con su inolvidable canción “El Bodeguero”, cuyo estribillo final decía lo siguiente: “…El bodeguero bailando va/ En la bodega se baila así/ Entre frijoles papa hay aquí/ El nuevo ritmo del chachachá/ Toma chocolate paga lo que debes…”

Ella bailaba con entusiasmo diversas piezas de chachachá y pachanga, gozando hasta el delirio dentro de su cuarto, donde se hacía acompañar casi siempre de su vecina, la joven y coqueta rubia de enfrente, llamada Genoveva; y de una bella sobrina de la doctora Luisa Rodríguez de Goico, de nombre Guillermina.

Esa embriagante música, se hizo costumbre dominguera;  y a cualquier hora del día o de la noche, se escuchaba en la radio la variante musical del sabroso mambo producido por el pianista cubano Dámaso Pérez Prado, pegado también con varios temas musicales que produjeron muchas crónicas en la farándula del habla hispana, por la identidad del público con la canción azucarada de Celia Cruz y el compás dulzón de la Sonora Matancera; y con  las voces gratísimas de Benny Moré, Kiko Mendive, Nat King Cole, Tito Rodríguez, y más tarde con La Lupe y Tito Puente, quienes marcarían una página dorada en la historia de la salsa de los años 60, con “Montuneando” y “Oye este Guaguancó”, antes de que la diva cubana se fijara en el escenario como cantante excepcional del bolero, con sus hits musicales: “Puro teatro” y “No me quieras tanto”.

La principal responsabilidad de Gladys en su hogar era cuidar con esmero a Danielito y ayudar luego en los oficios diarios de la casa. Eso, a cualquier otra persona le hubiese generado pasividad, desgano y aburrimiento; pero no a ella, que llevaba en su interior un espíritu festivo y alborotado, al margen de la abundante pobreza y la impostergable faena cotidiana. Ese espíritu se expresaba de modo espontaneo desde su infancia  y se mantendría inalterable en su andar ruidoso, en su apretado recorrido de adolescente; de modo que era fácil diferenciarla de su hermana Ramonita, cuya cara era el reflejo del infortunio y el desánimo incorregible.

El único electrodoméstico en la vivienda de la señora Lolita era el viejo y obsoleto radio Phillips, donde Gladys escuchaba los domingos sus mambos preferidos, y donde todos en la case se enteraban de los sucesos de la farándula, oyendo La Bola de Cristal, el programa de humor de Paco Escribano, el “Rey del Disparate” y “Rey de la Alegría”, que se transmitía desde la una y treinta de la tarde por Radio HIZ, logrando una audiencia insuperable, que lo asemejaba a un real toque de queda, dado el seguimiento público a sus picantes comedias:  “Mamita, llegó el Obispo”, “El mechón de Tongolete” y “Pin-Pan, fuego”. En las tardes, Gladys iba a la casa de sus vecinos, los Álvarez, a ver televisión sentada en una pequeña silla, rodeada de varios niños de la casa y de hogares vecinos, tendidos en el piso para ver desde allí los dibujos animados y otros programas en la tele a blanco y negro, acogiendo el requisito de acomodarse en absoluto silencio lo más distante posible de las puertas y los pasillos.

Un día inesperado, poco después de que Gladys cumpliera sus 15 abriles, corrió como pólvora la noticia de que se fue de su casa, declarando su familia que se había ido a vivir donde sus familiares de Bonao, pero en el barrio se conjeturaba que presuntamente habría sido seducida por un joven de San Carlos, que la habría mudado lejos del hogar.

En el ventorrillo de doña Lolita durante un buen tiempo prevalecería la desolación y la  tristeza, pues se había ido la alegría y la pachanga, el chachachá y la salsa. Sin embargo, como decía Manuel Antonio Rodríguez  (Rodriguito), en su programa “El Informador Policíaco”, a las dos de la tarde, por la Voz Dominicana: “La vida no se detiene, prosigue su agitado curso”; y un año más tarde, se iniciaba la dorada época de los años 60, marcada por la preeminencia de las tres B; esto es, Batman, la serie de TV protagonizada por el actor Adam West; Bond (James), el célebre Agente 007, encarnado por el actor inglés Sean Connery; y los Beatles, con su histórico éxito Yesterday, la melancólica balada cuya difusión generaría la más amplia simpatía pública, convirtiendo a este grupo de rock encabezado por John Lennon y Paul MacCartney, en la banda musical más famosa del siglo XX.

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1 COMMENT

  1. Paso cuatro. Ahora que tenemos el tallo listo comencemos a dibujar los pétalos de la rosa, dibujemos todos y cada uno de los pétalos formando una rosa.

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