¿Cómo le instruyes a un niño, los matices de su cultura?
No es normal que los niños emigren. Piénsalo. Emigrar, abandonar el campo para llegar a la ciudad o partir del país para llegar a otro, es cosa de adultos. Un niño no sabe procesar tiempo y mucho menos espacio.
El trauma que sufren los niños por la repentina ausencia de su lugar de origen es algo del cual casi no se habla. Y es que, como infante o adolescente, no tienes ni opinión ni decisión sobre ello. Sin embargo, esa realidad la viven cientos de miles de menores de edad, a diario. Una lucha psicológica sobre ¿quién soy y de dónde vengo? De ¿cómo debo de hablar y porque no se me entiende? Respuestas que, si no son condicionadas por los padres, el entorno se encarga de suplirlas y en el proceso reemplazar el origen.
Esta semana fui remontado a mi infancia, al escuchar la noticia de que como los dominicanos habíamos perdido la piedra angular de nuestra cultura musical, Johnny Ventura. Y digo que fui remontado, porque el Caballo Mayor sirvió de referencia a nuestra identidad en un momento cuando otros no sabían distinguirnos de otras comunidades. En gratitud, he optado por recontar el relato de cuando apenas iniciaba mi vida como inmigrante.
A la edad de cinco años ya había vivido en tres lugares y había asistido a cuatro recintos escolares. Esa no es una realidad exclusiva a mí, es la situación de los niños de madres solteras e inmigrantes. Lo viví cuando infante, pero lo reconocí cuando adulto.
Saliendo
Aunque en su momento me tocará contar la historia de mi camino por la vida, por lo menos para que a otros le sirva de referencia, por el momento prefiero nos enfoquemos en la lección que recibiera cuando niño, viviendo en una nación ajena, y el hecho de como otros, no sabían de dónde era.
Habíamos partido de Santo Domingo antes de que yo cumplieralos cuatro años. No lo sé porque lo recuerde bien, sino porque una foto relata la celebración de un cumpleaños de bizcocho sin velas y sin amiguitos, donde mi mano mostraba cuatro deditos.Todos a mi alrededor eran adultos. Amigos, hermanos y familiares de Mami, quienes meses antes nos habían recibido en Washington Heights, New York. Según recuerdo, en aquel lugar éramos todos vecinos. Allí, a pesar de la distancia, seguíamos siendo dominicanos. Lo sé porque nunca he sentido ser otra cosa más que eso.
No recuerdo haber asistido a la escuela en New York, ni haber pasado más de un invierno allí. Pero sí sé que antes de los cinco añitos, ya nos habíamos mudado a Miami, Florida. Una ciudad menos densa, más callada y referencialmente parecida a lo que habíamos dejado en la isla.
Antes de comenzar a mudar dientes, mami, mi hermana y yo, nos habíamos mudado dos veces y arribado a lo que sería la tercera y última ciudad. Todas separadas por miles de kilómetros, una de la otra. Con mínimas o ningunas similitudes entre ellas. Ninguna en realidad, tenía mucho que ver con la otra. Los únicos denominadores éramos nosotros. Mami, mi hermana, abuela yo.
Nos mudamos a un apartamento y al poco tiempo inicie la escuela en Shenandoah Elementary, ubicada en la Pequeña Habana. Y aunque hasta el día de hoy no sé cómo sucedió, sé que aún saber inglés, ingresé sin retraso en el primero de primaria. Puede que fuera parte de algún programa de inmigrante, pero en realidad no lo sentía así. Allí aprendí a hablar en inglés en clase y a compartir en español con niños que luego identificara como cubanos y puertorriqueños.
No tardé mucho en notar que esto no era mi país ni tampoco la ciudad de rascacielos que, hasta hacía unos días, llamaba casa. Aquí los timbres de voz y las palabras que utilizaban no eran las mismas mías. Aunque físicamente nos parecíamos, reconocía que, los niños eran de otro lugar que no era el mío. Pero no sabía distinguir la diferencia. Ni tenía la madurez ni comprendía que ellos podrían ser de otro lugar, como yo. No es normal para un niño criarse con otros diferente a él. Es incluso hasta mucho pedir, el que sean capaces de procesar eso. Solo los hijos de inmigrantes saben lo que eso significa y como se siente.
¿Dónde está ese país?
Recuerdo vivamente preguntarle a un niño, “¿por qué hablas así? A tu Mamá le dices Mima, no Mami, y a tu Papá le llamas Pipo, en vez de Papi.” Me respondió sabiendo exactamente que era. Me dijo que era cubano. Mirando entonces a quien luego resultara ser puertorriqueño, le miro y me dice que es un país. El niño cubano extiende la conversación y me pregunta de dónde soy yo, mientras retoza con la pelota. A lo que recuerdo responderle, “del mismo país que él”, señalando al niño boricua. A lo que este me afirma su descendencia, citando con el metal de voz que los caracteriza, arrastrando la “r”. Para mi asombro, a pesar de ser iguales a mí, éramos de lugares diferentes.
En aquel momento les tocaría a ellos preguntarme, “¿entonces y tú, de dónde eres?”, a lo que respondo, “de Santo Domingo”. Su asombro y confusión sería una que tendría que aclarar por años. Durante esa primera mitad de los años ’70, e incluso hasta inicio de los ’80, aun no éramos muy conocidos, por raro que eso les parezca a muchos.
“¿Santo Domingo?”, me respondió el niño cubano, casi de manera incrédula. “Si, de Santo Domingo” le dije. A lo que extendió su consulta solicitándome, “¿dónde está ese país?”
Por más que le explicaba, incluso señalando que quedaba entre Puerto Rico y Cuba, él insistía en responder que solo Haití estaba entre ambas islas. Y en realidad, tenía razón. En los mapa-mundo de los ‘70, nuestro país no figuraba. Sobre la isla o a un costado decía Hispaniola y en otros casos Haití, nunca República Dominicana y menos Santo Domingo.
Comiendo y bailando
La comida y la música son los grandes escudos del inmigrante. Pues permiten que otros que desconocen tu origen, sean capaces de disfrutar de tu cultura, sin prejuicios o discriminación.
Tiempo después, los amiguitos cubanos que además eran vecinos en aquel edificio de pasillos descubiertos de la Calle 4 del sureste de Miami, compartíamos más en nuestras casas, que en la misma escuela.
Recuerdo que Mami, en su interés de traer normalidad a nuestras vidas, al año de vivir allí, optó por celebrarle el cumpleaños a mi hermana. Los vecinos y sus hijos vinieron. Unos exiliados políticos, otros económicos, todos inmigrantes.
Algunos se quedaban fuera del pequeño apartamento y solo entraban para agarrar algo que tomar o para bailar, antes de llegar la hora de cantar Happy Birthday y cortar el cake.
Cantamos, comimos y luego los adultos comenzaron a bailar con los niños. En el fondo sonaba “El Florón”, más bien conocida como “Solimán” de Johnny Ventura. Y mientras zapateábamos vi como el amiguito cubano trataba de bailar mi música con su Mami. Le miré y le dije, “eso es merengue, es de Santo Domingo.” Sonrió. Y sin decirlo, el niño admitía que había algo muy especial en ser dominicano. Le sonreí de regreso, mientras en el fondo se escuchaba, “… ¡Por aquí pasó, Solimán! ¡Mira donde va, Solimán! …”
Antes de ayer recibimos la noticia que me remontó a este momento que comparto aquí. A un lugar y tiempo donde ser dominicano era desconocido. A un momento cuando no sabían de dónde era. Ahí, en ese momento como como en muchos otros y para otros, Johnny Ventura y su música, me ayudó a construir el puente que necesitaba para identificar y emitir mi identidad. Una herramienta que por décadas requeriría, cada día, fuera de la Patria.