La Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA) celebra hoy su 60 aniversario, un hito que marca el momento en el que el Gobierno comenzó a mirar a las estrellas con tanta curiosidad científica como recelo militar.
Tal día como hoy, hace justo sesenta años, el entonces presidente Dwight Eisenhower firmó la legislación que dio origen a la emblemática agencia espacial, aunque su puesta en marcha no se produjo hasta el uno de octubre de ese mismo año.
Sin embargo, la historia de la NASA se remonta más de medio siglo atrás, en el albor de la aviación, cuando en 1915 Washington creó el Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica (NACA), cuya misión principal era buscar soluciones prácticas a los retos que presentaban esos primeros vuelos.
“No se limitaba a estudiar vuelos en la atmósfera, por lo que con el paso del tiempo, sus ingenieros y científicos empezaron a estudiar cohetes y vuelos espaciales”, explicó a Efe el historiador y asesor del Pentágono para asuntos aéreos y espaciales, Richard Hallion.
En 1926, el físico e inventor estadounidense Robert Goddard captó la atención del mundo entero al lanzar con éxito el primer cohete propulsado con fuel líquido.
Este hito supuso un logro científico de enorme valor, pero también una oportunidad militar evidente.
Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Alemania dio un gran paso al frente al desarrollar misiles balísticos que podían viajar más de 300 kilómetros, con los que aterrorizó a los ciudadanos de Londres.
“Al final de la guerra, el desarrollo de cohetes se convirtió en un asunto de gran interés para Estados Unidos y la Unión Soviética”, apuntó Hallion, quien agregó que, en definitiva, “ese fue básicamente la génesis de lo que después se acabaría denominando la carrera espacial”.
Por aquel entonces, la investigación espacial tenía ya dos claras vertientes: Una militar, que aspiraba a desarrollar cohetes capaces de transportar una cabeza nuclear, y otra científica, que buscaba poner un satélite en órbita.
Nuevamente los estadounidenses volvieron a ir a remolque y tuvieron que observar cómo el 4 de octubre de 1957 eran los soviéticos los que coronaban el espacio con un satélite: el Sputnik 1.
Este nuevo desengaño llevó al Gobierno a replantearse cuál debía ser el camino a seguir en la investigación espacial. El Congreso decidió entonces crear una nueva agencia que fusionaría la NACA y la Agencia de Misiles Balísticos del Ejército (ABMA).
“Fruto de este matrimonio nació lo que acabó convirtiéndose en la NASA”, dijo el historiador, quien añadió que, si bien es cierto que las Fuerzas Armadas mantuvieron “sus propios intereses en el espacio”, esta decisión permitió a la NASA “centrarse en los aspectos civiles y en la exploración”.
A partir de ese momento, los logros históricos de la agencia aeroespacial se empezaron a acumular, como la llegada del hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969; aunque también ha sufrido reveses como la explosión del transbordador Challenger, en 1986, en la que fallecieron sus siete tripulantes.
Estos accidentes y el elevado coste de la carrera especial, llevaron a Washington en los últimos años a apostar por poner los pies en la tierra y mirar menos a las estrellas.
Sin embargo, la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump ha vuelto a poner la conquista del espacio en primera línea. Una conquista, que, eso sí, apunta a ser tanto científica como militar.
Su promesa de que Estados Unidos será el primer país en poner a un hombre en Marte parece a día de hoy más lejana que su compromiso de crear unas Fuerzas Espaciales, cuya misión será proteger los intereses patrios en la estratosfera.
“Para garantizar que nuestros militares están preparados para luchar y vencer en este disputado escenario, hemos trabajado con ahínco para aumentar nuestra letalidad y nuestra fuerza, y garantizar que mantenemos nuestro liderazgo y libertad de acción en el espacio”, aseguró a Efe el major de las Fuerzas Aéreas de EE.UU. William Russell.
Lejos, por lo tanto, parecen quedar esos años dorados en los que las autoridades comenzaron a mirar a las estrellas con tanta curiosidad como aprensión.
“El espacio ya no puede ser considerado un entorno benigno”, sentenció Russell.