Feroz en la piscina y hambriento de gloria, se sensibiliza hasta las lágrimas al ver a su hijo de tres meses.
Michael Phelps mostró dos caras en Río de Janeiro, la del competidor insaciable, que siempre quiere más, y la del padre de familia que daría cualquier cosa por estar con los suyos.
Nunca fue de lagrimear mientras batía un récord olímpico tras otro, hasta llegar a marcas a las que probablemente nadie vuelva a acercarse siquiera. En los Juegos olímpicos de Río, sin embargo, lloró en el podio luego de algunas de sus victorias. “Es que no veía la hora de alzar en mis brazos a Boomer”, su hijo de tres meses, confesó sin pudor.
“Siempre miro hacia la tribuna para ver a mi madre, a Nicole (Johnson, su prometida) y a Boomer”.
La pareja de Phelps y el hijo de ambos parecen haberle dado estabilidad emocional al estadounidense, que antes de formar un hogar tuvo un par de arrestos por manejar ebrio, incluido uno el año pasado, y también fue pillado alguna vez fumando marihuana, lo que empañó un poco su imagen y le costó algunos patrocinios.
Phelps anunció su retiro luego de los Juegos Olímpicos de Londres del 2012. Tenía en su haber 18 medallas de oro (el doble que su rival más cercano) y 22 en total. Y acababa de conseguir una hazaña que nadie pensó sería posible: ocho medallas de oro en una misma justa olímpica.
Había triturado los logros de Mike Spitz, ganador de siete preseas olímpicas doradas en una justa y uno de cuatro deportistas que totalizan nueve oros, cifra que fue considerada parámetro de grandeza hasta la llegada de Phelps. Ya no tenía nada que demostrar ni ganas de seguir sometiéndose a los rigores de la alta competencia.
En lo más íntimo de su alma, sin embargo, sentía que todavía podía dar más.
El retiro duró un año. Regresó y lentamente fue poniéndose en forma. Su garra y su espíritu competitivo estaban intactos.
Marginado del mundial del 2015 por su segundo arresto manejando ebrio, compitió en el campeonato nacional de San Antonio y ganó las pruebas de los 100 y 200 mariposa y los 200 combinados, consiguiendo en todos los casos los mejores tiempos del año.
Vino por seis medallas a Río y, a los 31 años, una edad avanzada para un nadador, cosechó cinco de oro y una de plata. De por vida, suma 28 preseas olímpicas, incluidas 23 de oro. Números astronómicos. Pasó además a la historia como el primer nadador que gana una prueba, los 200 combinados, en cuatro ediciones distintas de los juegos.
Da la impresión de que pudo manejar admirablemente el conflicto entre su sed de triunfos y sus deseos de estar con su familia. Se lo nota relajado, filosófico, disfrutando hasta el último segundo la alta competencia. Dice que le gusta la idea de ayudar a los miembros más jóvenes del equipo estadounidense, que lo veneran y tratan de emularlo, y despejar el camino para la nueva generación.
Pero mientras tanto sigue acumulando medallas.
Cuando se le pregunta si hay alguna posibilidad de que siga compitiendo después de Río, dice que “ni loco”.
Todos se sorprenden de que Phelps siga nadando a este nivel a su edad. Treinta y un años, sin embargo, no son lo que eran antes. El estadounidense Anthony Ervin acaba de ganar una presea dorada en los 50 libre a los 35 y habla de competir en los juegos de Tokio del 2020.
Ryan Lochte, rival de siempre y gran amigo, que lo conoce tal vez mejor que nadie, aseguró esta semana en un programa televisivo que Phelps seguirá compitiendo. “Le garantizo que estará en Tokio 2020”, dijo en el “Today Show” de la cadena NBC.
Pero cuando uno ve el rostro de Phelps con su hijo en sus brazos, tiende a dudarlo.
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Por PABLO ELIAS GIUSSANI