El diplomático, icono de la “realpolitik” estadounidense en la Guerra Fría, antepuso el pragmatismo en sus relaciones con las superpotencias
Su legado de estadista internacional ha estado en permanente entredicho
El ex diplomático estadounidense Henry Kissinger cumple hoy sábado 100 años como máximo exponente del doble rostro de la política internacional norteamericana durante la llamada “era de la contención” de la Guerra Fría, una que combinó un esfuerzo público de normalización con los países comunistas que el propio Kissinger describió como parte del “eje de la historia” — con China y Rusia a la cabeza — y una política secreta contra la expansión de la izquierda en el hemisferio sur a costa del apoyo tácito o explícito a atroces dictaduras de Latinoamérica (Chile, Argentina) y el sur de Asia, con el genocidio paquistaní a la cabeza.
Los documentos oficiales recopilados por organizaciones no gubernamentales como el Archivo Nacional de Seguridad, con sede en la Universidad de Washington, dejan a las claras el papel de Kissinger en campañas secretas de bombardeos en Camboya, su participación en actos de espionaje ilegal del entonces presidente Richard Nixon, y su complicidad en el derrocamiento del gobierno del socialista Salvador Allende en Chile o con el dictador argentino Rafael Videla.
Durante su labor como arquitecto de la política internacional de su país desde 1969 a 1977 — bien como secretario de Estado o como asesor de Seguridad Nacional –, Kissinger encarnó como pocos diplomáticos norteamericanos el espíritu de la “realpolitik”, un modelo de relaciones políticas por el que las autoridades estadounidenses acabaron considerando que su comprensión de lo que entendían como “realidades inapelables” no tenía más remedio que prevalecer sobre el respeto a los Derechos Humanos y al Estado de Derecho .
Si existe un ejemplo que valga de plantilla es el memorándum escrito por Kissinger el 5 de noviembre de 1970 sobre Chile: “La elección de Allende como presidente supone uno de los desafíos más serios a los que jamás nos hemos enfrentado en este hemisferio”, manifestó, antes de describir a Allende como un mandatario que tenía entre sus máximo objetivos “el establecimiento de un estado socialista y marxista”, así como el desarrollo de “estrechas relaciones y vínculos con Cuba, la Unión Soviética y otros países socialistas”.
Kissinger, que en el mismo texto reconoce sin ningún género de dudas la legitimidad democrática del Gobierno de Allende, acaba recomendando al presidente Nixon que “decida oponerse a Allende con tanta contundencia como sea posible”, pero “enmarcando esos esfuerzos de forma que parezca que Estados Unidos está reaccionando” a cualquier decisión que adopte el presidente chileno.
Los documentos oficiales certifican también el conocimiento y la permisividad de Kissinger sobre la Operación Cóndor, la campaña de represión política y terrorismo de Estado comandada por dictadores latinoamericanos a mediados de la década de los 70. Kissinger fue informado de esta operación en agosto de 1976 por el subsecretario adjunto para Asuntos Interamericanos, Harry Shlaudeman. El 16 de septiembre, dio orden de no tomar ninguna medida al respecto. Cinco días después, agentes del dictador chileno Augusto Pinochet mataron en Washington D.C., con un coche bomba, al ex embajador chileno y destacado opositor Orlando Letelier.
Este silencio cómplice se extendió al sur de Asia y, en particular, a uno de episodios más sangrientos de la segunda mitad del siglo XX, la campaña de exterminio liderada por el dictador militar paquistaní Yayha Jan contra la población bengalí del este del país. El Gobierno de Bangladesh cifra hoy en día en tres millones el número de muertos y una campaña de violación sistemática de entre 200.000 y 400.000 mujeres bengalíes desde marzo a diciembre de 1971.
El cónsul general en Pakistán, Archer Blood, escribió el 6 de abril de ese año un durísimo telegrama en el que instó a la Casa Blanca a denunciar inmediatamente, como aliado militar de Pakistán, lo que describe como un “genocidio”. “Nuestro gobierno ha fracasado a la hora de denunciar la supresión de la democracia (…) ha fracasado a la hora de denunciar atrocidades (…) y ha evidenciado lo que muchos van a entender como una bancarrota moral”, escribió el cónsul. Nixon y Kissinger hicieron oídos sordos a sus súplicas. El presidente describió al general paquistaní como un “buen amigo” y aseguró comprender “la angustia de las decisiones que tenía que tomar”.
UNA POLÍTICA PRAGMÁTICA
Los defensores de Kissinger esgrimen que las lecciones impartidas por el ex secretario de Estado en las relaciones entre grandes poderes siguen teniendo vigencia plena y destacan el éxito de su modelo de negociaciones de alto nivel con la Unión Soviética que alcanzaron su máxima expresión con la firma en 1975 con el Acta Final de Helsinki, un documento acordado por 35 países de ambos bloques sobre un amplísimo espectro de ámbitos, desde el control armamentístico a los principios de territorialidad; el apogeo de un acercamiento bilateral que volvería a entrar en declive a principios de los 80.
Dos años antes, Kissinger había recibido el premio Nobel de la Paz por su labor en las negociaciones para poner fin a la guerra de Vietnam. Expertos como el investigador del Instituto Watson para Asuntos Internacionales Stephen Kinzer recalcan la división de opiniones que reina hoy en día en torno a este galardón.
“Algunos admiran la ‘paz con honor’ que perseguía Kissinger, otros creen que acabó prolongando la guerra al conformarse en 1973 con un acuerdo que podría haber cerrado cuatro años antes”, aduce Kinzer para el ‘Boston Globe’, antes de destacar otra dicotomía, esta vez de carácter más personal, que marcó la era de Kissinger: su incapacidad tanto para extender su habilidad en las negociaciones con las superpotencias a un mundo en el que países satélite adquirieron un importancia excepcional, como para asumir la emergencia de movimientos internacionales de protesta, que siempre consideró como una amenaza para la estabilidad global.
El escritor colombiano y premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez se refirió precisamente a esta cuestión en “Por qué Allende tenía que morir”, un artículo escrito en 1974 para el ‘New Stateman’ sobre el golpe de Estado de Chile. “Kissinger dijo en privado a un grupo de chilenos: ‘Ni me interesa ni sé nada del sur del mundo desde los Pirineos hacia abajo'”, le parafraseó Márquez mientras Kinzer rescata una idea similar que Kissinger trasladó a un grupo de diplomáticos, también de Chile: “Nada bueno viene del sur. El eje de la historia comienza en Moscú, sigue en Bonn, atraviesa Washington y acaba en Tokio. Lo que pasa en el sur no tiene ninguna importancia”.