Friday, November 8, 2024
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EL MEJOR COLMADO… ESTÁ EN LA ESQUINA

El colmado más grande y popular del barrio se llamaba Los Tres Hermanos y pertenecía a un banilejo de nombre Rafael Mejía, nativo de la laboriosa comunidad de Cañafístol, que se estableció en la Capital en los años 40, junto a su esposa Margot Mejía y sus hijos Rafael, Eddy y Víctor Mejía y Mejía.

Por Sebastián del Pilar Sánchez
Sebastián del Pilar Sánchez.

Los Tres Hermanos, como la mayor parte de los colmados de la época, estaba situado en una esquina, que era el cruce de las calles Azua y Barahona, ocupando la primera planta -casi entera- de una casa de dos pisos, amplia y con mucho patio, propiedad del propio comerciante, quien junto a su familia habitaba todo el segundo nivel, mientras un hermano suyo, de nombre Bienvenido, vivía en el primero, en un área contigua a la tienda. Este pariente se dedicaba también al comercio y administraba un gran negocio familiar de ventas de provisiones  al por mayor y detalle, en el mercado de Villa Consuelo.

Los colmados en ese tiempo eran llamados “pulperías” y se diferenciaban de los actuales colmadones por ser lugares tranquilos, donde se iba sólo a comprar, aunque vendían como éstos una diversidad de mercancías de amplio consumo familiar; encajando con el concepto gramatical que reza (citamos): “El Colmado” surge como la pequeña tienda de barrio que siempre tenía verduras y alimentos frescos, pero su nombre proviene del escaparate de lleno o “colmado”.

Nadie podía sospechar entonces que vendrían los tiempos de los llamados tratados de libre comercio, acarreando consigo la formación masiva de cadenas de establecimientos comerciales que amenazan con hacerlos desaparecer, con base a su oferta de alimentos a menores precios;  además de ropas, artículos de ferretería, perfumería y limpieza, que los han forzado a realizar un cambio claro en su fisonomía, asemejándolos ahora con las antiguas barras donde se iba a disfrutar de un sándwich con una batida y a refrescar el paladar con una cerveza.

Era imposible creer entonces que tendríamos en los colmados discotecas alborotando el vecindario;  bancas de apuestas… donde los niños se inician en el juego de loterías; espacios para barras…que estimulan el consumo de cervezas y rones; y un conjunto de sillas plásticas de muchos colores, sirviendo de sentadera a los parroquianos para que vean (desde un vistoso televisor a colores, con telecable) los juegos de pelota de grandes ligas y los partidos de básquet y futbol. Agregando, la venta de winasorb, tarjetas y recargas de teléfonos, más la aparente bondad del servicio de delibery, que bien ayuda a la solución de emergencia de un asunto del hogar.

Los colmados de la época referida eran los únicos lugares donde las familias de la Capital hacían sus compras mensuales, pues no se conoció en el país lo que era un supermercado sino hasta el año 1959, cuando se instaló el Supermercado Wimpys en la avenida Bolívar casi esquina Rosa Duarte, en el sector de Gascue, propiedad de un norteamericano llamado Lorenzo Berry, quien consiguió una buena clientela en la clase media-alta, deslumbrándola con su oferta de 7 mil artículos de superior calidad, entre ellos, productos congelados de carne de res, de pollos y jamones importados desde Miami.

En realidad Berry no era cualquier otro comerciante, sino un antiguo oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, que se mantenía vinculado a la sede diplomática en el país por su estrecha amistad con el embajador Joseph Farland y por su rol comprobado de miembro de los órganos de inteligencia, con el papel asignado de codearse y colaborar con los criollos que planeaban el complot de matar a Trujillo, que culminaría con la ejecución del tirano el 30 de mayo de 1961; que es una larga historia que se propaga todavía con intensidad y fervor.

El colmado Los Tres Hermanos estaba situado a una cuadra de la avenida San Martín y a tres de la calle Miami (Tejada Florentino), donde vivía el generalísimo José Arismendy Trujillo Molina (Petán), al lado de su empresa principal, el palacio de radio y televisión “La Voz Dominicana”. No era por accidente que muchos artistas y locutores se detenían a comprar en ese negocio, haciéndolo con cierta frecuencia los humoristas Pildorín (Radhamés Sepúlveda), Felipito (Julio César Matías), Ciriaca (María Rosa Almánzar), Avelino Plumón (Felipe Guzmán) y los locutores José Antonio Núñez Fernández y Jaime López Brache.

El nombre de Los Tres Hermanos se correspondía con el orgullo que sentía el propietario de tener tres hijos obedientes y trabajadores estudiando con muy buena perspectiva en el colegio Don Bosco, sin dejar de atender sus obligaciones con la empresa, donde -junto a la madre- eran sus principales auxiliares.

En los primeros años, en esa tienda laboraron sus hermanos José y Bienvenido, junto a un fiel empleado de tez oscura, de mediana estatura y bien fuerte, de nombre Nolasco, quien asombrosamente se convertiría tiempo después en el feliz propietario de una popular barra colmado en la intersección de las calles Barahona y Oviedo, que llegó a competir con la famosa Barra Payán.

El señor Rafael Mejía tenía la personalidad de un buey, si lo comparamos con las bondades que el horóscopo chino le atribuye al manso vacuno; pues era un hombre “metódico, serio, paciente, tenaz, tranquilo, trabajador…” Y un aspecto destacado en el temperamento de este banilejo era su cuidadoso esfuerzo en mantener el colmado limpio, recogiendo continuamente la basura y ordenando los tramos para tener un control pleno del sitio correspondiente a cada mercancía, lo cual sin duda constituía un elemento vital en la fortaleza y estabilidad de ese negocio.

También sobresalía su empeño en evitar a toda costa fiar mercancías, exhibiendo en un lugar visible de la vitrina principal un letrero con la leyenda: “Hoy no fio, mañana sí”, que fue puesto pensando en la contrariedad de un tránsito de sus clientes por la senda inagotable del endeudamiento, y con la intención de frenar la abundante demanda de créditos, aun estando consciente de que no se sostiene un negocio sin débitos.

Al señor Rafael Mejía y a sus hijos, les decían en el barrio los “siembra-hielo”, expresión que surgió de la fábula que atribuye a los banilejos cultivar la avaricia y ser agarrados o tacaños, desde los tiempos en que su pueblo carecía de energía eléctrica y supuestamente  guardaban el hielo cubierto  con sacos y cáscaras de granos de café, y lo conservaban en bloques congelados, debajo de una frondosa mata de anacahuita.

A diferencia de lo que pudiera creerse, don Rafael Mejía no era un hombre tacaño, sino pródigo y diligente con su familia, atendiendo oportunamente la considerable demanda colegial de sus hijos, sin poner en riesgo su patrimonio, que cuidaba con riguroso celo. No se advertía en su proceder la típica característica de la persona interesada, pues tenía el aspecto de un empresario que goza su dinero sin llegar a botarlo; que se restringe a la vanidad, al placer y al vicio, siendo capaz, al mismo tiempo, de irse a descansar -de vacaciones-  a los Estados Unidos, junto a su mujer y sus hijos; y de adquirir  también un magnifico carro Chevrolet Chevy II/Nova del año, que de manera esporádica y tras someterlo a una riguroso lavado en su interior y por fuera (poniéndolo reluciente), su hijo mayor Rafaelito sacaba del garaje dando un brevísimo paseo en el vecindario; cuando no lo hacía Eddy, el segundo de sus hermanos, para llevar a su madre a la iglesia, de compra, o de paseo.

Nadie dudó jamás -de modo sostenido- de la honestidad de su comercio, aunque no faltaron algunas quejas con el pesaje de las mercancías, originándose  una que otra duda, que se disipaba en el momento que el banilejo se mostraba inclinado a corregir cualquier entuerto, siendo enfático en decir que su balanza estaba 100 por ciento en regla, sujeta al riguroso chequeo de los inspectores de Control de Precios.

Este banilejo era un hombre cordial y tratable, notoriamente agradable, y no se percibía en su actuación ningún rasgo claro de tacañería. Se recuerda que los sábados, nunca olvidaba otorgar la “ñapa”, el recordado regalo sabatino que cada pulpería de la ciudad hacía a sus clientes, y lo ofrecía con mucho placer y sin marcar; generalmente un sabroso dulce de coco o de guayaba.

La “ñapa” fue durante muchos años una tradición extendida por todo el país, que los niños disfrutaban de veras. No había colmado, pulpería, o bodega, que no se manifestara con ese regalo, que muchas veces hasta las personas mayores exigían con énfasis, aunque en el colmado Los Tres Hermanos no había necesidad de hacerlo, pues su dueño la daba sin que hubiera que pedírsela.

El banilejo hacía su obsequio de manera casi religiosa; e incluso, su ayudante Nolasco estaba autorizado para entregarlo en su ausencia; siendo casi siempre un poco más esplendido y mostrando mucha paciencia en la lidia con los niños, a quienes soportaba como un padre cariñoso a sus hijos, disponiendo de una ancha sonrisa y distribuyendo mentas o caramelos, cuidándose  lo más posible de no regalar los dulces de coco, en especial los blancos hechos con azúcar refina, que eran ligeramente más caros.

Durante la época de Carnaval los chicos se aglomeraban en el colmado, alentando la comparsa del personaje llamado “Roba la Gallina”, casi siempre un joven simulando ser una vieja, con peluca y excesivo maquillaje, con vestido largo y brillante, teniendo debajo de un brazo una gran cartera y en la mano un palo con escoba, y junto a su larga comitiva bailaba y gozaba,  al tiempo que voceaba, estando ya dentro del negocio:

Ti-ti manatí, ton ton molondrón, roba la gallina, palo con ella, el mejor colmado, el de aquí!”, y don Rafael disponía que se le entregara algo de comer y beber, o dinero en efectivo.

Don Rafael se mantuvo al frente de su negocio durante más de 20 años, en las décadas de los años 50 y 60, consiguiendo que perdurara todo ese tiempo como la plaza más fuerte de consumo en el vecindario, hasta que envejeció y su salud comenzó a deteriorarse, viéndose obligado a descansar e inclinándose por hacerlo algunos meses del año en los Estados Unidos, donde estaban residiendo dos de sus hijos. El colmado fue rentado, y la nueva administración, debido a la cerrada competencia de los negocios cercanos, tuvo varios años de disputa por la hegemonía clientelar con los colmados de Bolo, en la calle Azua con avenida San Martín, debajo de la Clínica Doctor Guzmán; con el colmado León Rojo, de la calle Barahona con Bartolomé Colón, cuyo dueño era un banilejo del pueblo de Sombrero con los apellidos León y Melo; y con el negocio de la familia Peña-Mejía, una esquina después (en la intersección de las calles Azua y Francisco Henríquez y Carvajal), muy frecuentado entonces; aunque algunos jóvenes eran clientes casuales que estaban allí atraídos por la esporádica visión de los bellos rostros de Belkis y Milagros, las hijas del dueño.

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