Somos una sociedad abandonada al conocimiento más interesado. Nos preocupa nada, y aún nos ocupa menos, poner en alza nuestros deberes, pues andamos tan divinizados con el endiosamiento que nos creemos que yo soy el mismo mandato divino, y hago lo que me plazca. Para desgracia de toda la estirpe, que por naturaleza somos sociables, vivimos en una época de pasividad, indiferencias y violaciones permanentes. Esto no es nada bueno para nuestra subsistencia, ya que hemos de convivir unos con otros y procurar cada uno el bien de nuestros análogos.
De ahí que la armonía sea cada día más complicada al no respetarse nada ni a nadie. Nos falta generosidad y nos sobra egoísmo. La egolatría es tan acusada que hemos tomado el desinterés como la única religión verdadera. Deberíamos profundizar en esto, ya no solo en esa congénita conexión entre derechos y obligaciones, también en el cometido de respetar los lícitos ajenos, de colaborar y cooperar más con sentido de responsabilidad en nuestra diario existencial, sabiendo que la verdad, la justicia, el amor y la libertad son fundamentos esenciales para nuestra avenencia como Pueblo (con mayúsculas).
El ser humano está para armonizar, no para contraponerse a su propio linaje, y todo ha de tener esa confluencia de cohesión social entre culturas, etnias y religiones diversas. A lo largo de nuestra historia humana hubo pueblos dominadores y pueblos dominados, lo que ha dificultado enormemente la relación. Todavía, en nuestros días, cohabitan posiciones privilegiadas por la situación económica y social, lo que obstaculiza asimismo la concordia, por más que diseñemos ciudades para convivir.
Las oportunidades de realización humana no llegan para todos, tampoco el acceso a servicios básicos, lo que acrecienta las diferencias entre ciudadanos, con lo que esto conlleva de conflictos ante tantas desigualdades de acceso a la tierra, al agua y a los alimentos. Quizás, por ello, el primero de nuestros deberes sea poner en claro cuál es nuestra idea del deber. Realmente, cuando nos falta la luz de la sabiduría, todo se vuelve confuso y convulso, resulta imposible discernir nada, y es tal la desorientación que todo parece conducirnos al caos de nuestras vidas. Sea como fuere, necesitamos urgentemente que nos incrusten esperanzas, tanto como el comer, porque nos ayuda a estar despiertos.
Sin duda, tenemos que despertar y ahondar mucho más en nosotros mismos, para ayudar a construir ambientes más armónicos, más habitables y socialmente integrados. Desde luego, hace falta establecer un orden de convivencia y de colaboración internacional conforme al derecho natural, o si quieren, al espíritu moralista; en la medida en que esta estética moral, nos hace más humanos.
Ya lo decía, en su tiempo, Albert Camus: “un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada a este mundo”, y no le faltaba razón en su célebre locución, puesto que de la vida individual y social hay que ascender a sociedades más fraternas con la estirpe. Las salvajadas con las que a diario coexistimos nos deshumanizan totalmente. Es una de las grandes losas del momento presente, junto al desasosiego reinante y a la exclusión imperante. Deberíamos saber que es imposible avanzar como civilización entre barbaridades y excesos inhumanos.
Por desdicha, el futuro no es muy halagüeño que digamos. Una sociedad que azota a los niños y a los mayores con un aluvión de brutalidades, difícilmente va a poder llegar a buen puerto. Seguramente si fuésemos más autocríticos, y menos adoctrinados, descubriríamos lo trascendental que es la vida en comunidad. Vayamos a la realidad más objetiva. Según cifras de UNICEF, más de 1,7 millones de niños no pueden acudir a la escuela y 1,3 millones adicionales corren el riesgo de abandonarla. Entre las causas del ausentismo escolar, la citada Organización, apuntó la escalada de violencia, los desplazamientos de población y el incremento de la pobreza.
En este sentido, el portavoz del principal organismo humanitario y de desarrollo dedicado a la promoción y defensa de los derechos de todos los niños del mundo, Christophe Boulierac, detalló las difíciles condiciones en que se encuentran algunos centros escolares: “Una de cada tres escuelas en Siria no puede abrir porque está dañada, destruida, da refugio a desplazados o se usa con fines militares. Desde el inicio del conflicto en 2011 se han perpetrado más de 4.000 ataques a centros escolares y 151.000 profesores abandonaron el sistema educativo”.
Lo mismo sucede con los ancianos, debieran tener otra consideración, máxime cuando tienen la cátedra de la vida ganada. Pues no, apenas cuentan, aunque sean nuestra propia historia de vida. Es hora, en consecuencia, de que los ordenamientos jurídicos, no permitan estas macabras realidades despreciativas, asegurando unas armónicas relaciones entre individuos, entre sociedades y también intergeneracional dentro de éstas.
Indudablemente, los tiempos vigentes son de una intranquilidad manifiesta, sólo hay que salir y ver cómo está el mundo de encendido por el odio y la venganza. Tampoco es tiempo de lamentos, sino de acción, de reconstrucción de una humanidad atormentada a más no poder, de rehacer y renacer conviviendo entre culturas, dispuestos a ayudarnos, a servirnos, para reparar tantas toxicidades sembradas por los caminos. Todos estos desconciertos amenazan con crear desconfianza y miedo. Hay que vencer este recelo con un diálogo más sincero, más de encuentro con la diversidad.
El futuro nos pertenece a todos por igual, y, en efecto, está en la convivencia respetuosa de las diferencias, no en la homologación de pensamientos únicos. Escuchar a los liberados en Irak relatar la experiencia de vivir sin libertad alguna, bajo las estrictas reglas impuestas por los yihadistas del Estado Islámico, causa verdadero pavor. No olvidemos que los sembradores del terror lo que avivan, sobre todo lo demás, es una persistente guerra psicológica, depreciando toda vida humana, por lo que es un auténtico crimen contra todos.
Justo a este matar ciegamente, hay tantos callejones sin salida, que debemos escucharnos más y mejor, para salir de ellos, propiciando un ambiente más equitativo que con ecuánime medida dé a todos lo que a cada uno es debido y de todos, también exija, aquello a que cada uno está obligado. Esta es la cuestión de fondo; una justicia que no da todo a todos, sino que a todos injerta amor y a ninguno desecha, subrayando que la sociabilidad es hija de la autenticidad y madre de sana libertad, lo que imprime una segura grandeza humana.
En cualquier caso, hoy más que nunca hace falta actuar individualmente o bien coordinados en grupos, para hacer valer la defensa de la persona humana como ser que ha de aprender el sencillo arte de vivir fraternizado. Por consiguiente, si vital es educar para adquirir conciencia del mucho valor que tiene una vida humana, no menos importante es educar para la coexistencia de culturas, para levantar la voz contra la discriminación, o para concienciarnos del cambio climático.
Con que donásemos tan solo lo que no usamos, haríamos a otras personas más felices; sabiendo que, en su felicidad, nace mi propio bienestar. Este sería un buen clima para activar una convivencia gozosa. Quizás tengamos que encerrarnos menos en nosotros, saber compartir más, algo que se aprende de manera innata de la vida en familia; con razón, ésta es la patria del corazón, donde se aviva la cordialidad humana si en verdad el vínculo late con alma.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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