Hace casi siete años, Adrienne St. Fume y su familia huyeron de su casa después de que la tierra se cimbrara y la ciudad en la que vivían se derrumbara a su alrededor. Terminaron en lo que entonces era un lote baldío con vista a un puñado de tiendas a lo largo de una ajetreada calle de la capital de Haití… y ahí permanecen hasta ahora.
La madre de tres hijos pensó que su choza de madera contrachapada sería algo temporal mientras su familia y el resto de Puerto Príncipe se recuperaban del terremoto ocurrido en enero de 2010. Pero St. Fume aún no encuentra la forma de salir de allí.
“Ha sido difícil, pero hemos hecho nuestro mejor esfuerzo por adaptarnos a la vida aquí”, declaró.
Al menos 50.000 personas como St. Fume permanecen en los 31 campamentos que se instalaron en Haití en los días y semanas posteriores al desastre. El número de individuos en estas comunidades improvisadas se ha reducido en un 96% desde la tragedia, pero aquellos que permanecen son un obstinado recordatorio de que esta empobrecida nación aún no se recupera por completo de uno de los peores desastres naturales en la historia.
Las autoridades estiman que en julio de 2010 había 1,5 millones de personas instaladas en más de 1.500 campamentos. Las cifras disminuyeron ya sea porque las personas fueron desalojadas por los dueños de propiedades privadas, juntaron dinero suficiente para reconstruir sus viviendas, o recibieron subsidios de arrendamiento por parte del gobierno y organizaciones humanitarias que les ayudaron a recuperarse.
La Organización Internacional para la Migración, que trabaja con sus últimos 7 millones de dólares para reubicar a las personas desplazadas de tres campamentos en Puerto Príncipe, pronto se quedará sin fondos para continuar con su misión, dijo Fabien Sambussy, jefe de operaciones de la organización en Haití. Incluso si el organismo tuviera más dinero, sería difícil encontrar hogar para los damnificados en un país en el que más de la mitad de las personas sobreviven con menos de dos dólares al día, además de que las viviendas adecuadas son cada vez más costosas.
Y existen aquellos que no quieren dejar los campamentos que, en muchos casos, se transformaron en atestadas barriadas.
“Es bastante complicado intentar convencerlos después de seis años de que no están en su casa”, dijo Sambussy, quien afirma que su organización ha intentado despejar los campamentos de forma humanitaria, luego de que en los primeros años después del terremoto se hiciera común el desalojo de personas por parte de quienes aseguran ser propietarios de la tierra.
St. Fume, quien tiene un ingreso magro vendiendo carbón de leña, dijo que a diferencia de algunos de sus vecinos, ella no se opone a los planes de mudarse junto a su esposo y sus tres hijos durante un año a una vivienda subsidiada. Han pasado dificultades en el campamento, en donde la madre afirma que sueña con vivir en una “casa decente” en la que sus hijos estén a salvo.
“Aquí siempre hay mucha preocupación”, dijo durante una mañana reciente.
En una zona cercana al aeropuerto conocida como Tabarre, los residentes de otro campamento afirman que tienen pocas posibilidades de conseguir vivienda permanente en otro sitio, y rechazan las propuestas de las autoridades para mudarlos a lugares de renta por un año.
“Tomamos esta tierra. Este lugar ahora es nuestro hogar y queremos que se le considere como nuestra propia aldea”, dijo Wilson Mathieu, un abuelo que construyó una tienda de artículos en general hecha de concreto en el polvoriento campamento repleto de vendedores ambulantes y pequeños locales de lotería.
La iniciativa de rentas subsidiadas ha sido un enfoque a corto plazo por vaciar los campamentos, pero no ha estado acompañada por políticas de vivienda más sustentables en la nación más pobre del hemisferio occidental, dijo Robin Guittard, quien supervisa las campañas de Amnistía Internacional en el Caribe.
“Entre los niveles de fondos destinados a Haití tras el terremoto de 2010 y la realidad de la vivienda de hoy en día, claramente se trata de una historia de fracaso tanto para las autoridades haitianas como para la comunidad internacional”, sentenció Guittard.
El severo desabasto de viviendas en Haití significa que muchos de los desplazados no tienen otra opción que mudarse a viviendas atestadas de familiares o construir precarias chozas en los barrios más empobrecidos en las colinas, particularmente en una extensión no regulada llamada Canaan, a las afueras de Puerto Príncipe, en la que se han establecido al menos 250.000 personas.
Se suponía que no debía ser así.
Las autoridades haitianas e internacionales habían esperado utilizar la devastación en Puerto Príncipe para mejorar la capital y descentralizar al país. La idea era utilizar el terremoto como una oportunidad para solucionar algunos de los problemas más añejos de Haití, con el de la vivienda hasta arriba de la lista de prioridades.
Pero los proyectos masivos para construir viviendas permanentes nunca se materializaron y una oleada de trabajadores de ayuda internacional se fue del país luego de varios años. Aun cuando varios campamentos se beneficiaron de varios programas de ayuda, desde 2014 no ha habido ayuda que no estuviera vinculada a intentar erradicar una crisis, como por ejemplo la de los brotes de cólera.
St. Fume señala que ha perdido la fe en que su vida mejorará notablemente algún día.
“Solo sé que al Estado realmente no le importamos. Si ese fuera el caso, ya habrían hecho algo”, dijo dentro de su choza de madera, cuyas paredes están decoradas con carteles políticos que entregó un candidato presidencial durante su fallida campaña.
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David McFadden