El pueblo de Bajabonico, municipio de Imbert, fue uno de los primeros en la República Dominicana en recibir durante tres días consecutivos -en1967-, los vientos de modernidad de la iglesia católica, en una convivencia de jóvenes que tuvo como propósito fraternizar y compartir en torno a las novedades religiosas incorporadas por el Concilio Vaticano II, iniciado en1962 por el papa Juan XXIII. Hasta entonces, sólo se conocían escasos detalles sobre reuniones de igual naturaleza que se efectuaron en los municipios de Santiago y Salcedo, bajo la orientación del carismático y popular sacerdote Vinicio Disla Almánzar, contando con el apoyo de monseñor Hugo Eduardo Polanco Brito, Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de Santo Domingo y de monseñor Roque Antonio Adames Rodríguez, a la sazón obispo de Santiago.
El padre Disla lucía ser en esa época el más brioso adalid de la renovación eclesiástica, ya que comprendía a cabalidad la conveniencia de que la iglesia latinoamericana se acercase a los anhelos y sueños de los pueblos oprimidos, aunque su planteamiento nunca se afilió a la corriente que surgía en América Latina -tomando impulso años más tarde desde la iglesia de Brasil- postulando la Teología de la Liberación, como teoría de compromiso con la problemática social, de manos del obispo y poeta catalán, residente en ese país, Pedro Casaldáliga y del sacerdote Leonardo Boff.
El padre Disla era un individuo muy inteligente y perspicaz, por lo que percibió entonces con mucha claridad que el mundo se orientaba hacia una sociedad más participativa y humana, y que la iglesia no podría permanecer en una actitud puramente contemplativa.
Había estado dos años en la Habana, realizando estudios en el Noviciado de la Compañía de Jesús, percatándose allí de la afinidad de la juventud con el proceso de cambio que comenzó en 1959 con la Revolución Cubana. Ese hecho estremecería su conciencia, pero potenciaría también su lucidez de juicio, haciéndole comprender que era inminente y necesario un cambio en la liturgia y el culto religioso; y por eso, a su regresó al país en 1962, ya manifestaba una reflexión profunda sobre la función social de la Iglesia, que compartiría con los jóvenes seminaristas que pasaron a ser sus compañeros en las cátedras de teología y filosofía del Seminario Mayor Santo Tomás de Aquino.
No fue extraño que tras recibir la ordenación sacerdotal, el 27 de junio de 1964, por parte de monseñor Hugo Eduardo Polanco Brito, obispo de la Diócesis de Santiago, el padre Disla consiguiese un puesto de maestro en el Seminario Menor San Pio X, de Licey Al Medio, pues deseaba enseñar lo que sabía y combinar el rol educativo con la difusión de sus ideas; lo cual haría como columnista de la revista católica “Amigo del Hogar”, convirtiéndose en un constructor eficaz y constante del perfil de avanzada de la Iglesia.
Como ya hemos expresado, la primera convivencia juvenil se hizo en Santiago, aunque fue en Salcedo donde se mostró con claridad que esta iniciativa podía ser un auspicioso medio de acción cristiana, para fomentar la unión y la solidaridad entre los jóvenes; pues allí se logró sumar en la rama directiva de del proyecto a miembros de importantes familias de la región del Cibao, que era portadores de conciencia crítica y sobrada desenvoltura social.
Pero fue -a nuestro juicio- la convivencia de Bajabonico, efectuada en 1967, la que aumentó la inspiración del padre Disla y afianzó su propósito de exponer sus sentimientos, divulgar sus experiencias y compartir su visión de cambio con la juventud de toda la zona Norte, como se plasmaría poco después en los encuentros de jóvenes que se hicieron en los municipios de Tenares, Cotuí, Guayubín, Los Hidalgos y Luperón, donde se puso a prueba su ingenio, su empeño creativo y su laboriosidad.
Con 32 años de edad, este joven sacerdote, natural de la comunidad de San José de Conuco, municipio de Villa Tapia, lideraba la orientación progresista de la iglesia, con un concepto doctrinal que concordaba con la pauta ofrecida por el papa Paulo VI, en la ceremonia oficiada el domingo 7 de marzo de 1965, en la parroquia “De Todos los Santos”, en la ciudad de Roma, dando inicio a la modernización de la iglesia oficiando por primera vez en la historia una misa en italiano, haciendo realidad la ordenanza del Concilio Vaticano II, que puso fin al predomino del latín, posibilitando que el acto litúrgico se hiciese en los idiomas locales.
Esta reunión de jóvenes hecha en Bajabonico produjo mucho entusiasmo en la juventud de todo el Cibao, debido a que el tema central era la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que fue sabiamente enfocado por un joven profesor de Salcedo de nombre Diego Pichardo, quien ofreció en el club Baraguana una cátedra histórica sin igual, enfatizando en el contenido de que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, y analizando la historia del documento aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, que se inspiró en un texto anterior, divulgado durante la Revolución Francesa de 1789.
Pichardo criticó con vigor las flagrantes violaciones a los derechos humanos que ocurrían a diario en el país, a consecuencia de la naturaleza represiva de un gobierno empeñado en la persecución de las ideas de sus adversarios; que penalizaba con cárcel o exilio cualquier manifestación de simpatía por un partido distinto al gobernante, y que ponía limitaciones a la libertad de pensar, de transitar y de organizarse libremente.
El joven profesor pidió al auditorio defender con ardor sus ideas y hacer conciencia de que el derecho a la integridad física y psíquica implicaba la preservación, sin detrimento alguno, de la plenitud corporal y mental del individuo; debiendo castigarse cualquier procedimiento represivo tendente a la privación de su libertad o a su inhabilitación intencional.
Finalizada su ponencia, subió al podio un joven de unos 16 años que nadie conocía en el lugar; pero que llamó mucho la atención al ser presentado como sobrino de las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, heroínas de Salcedo, asesinadas el 25 de noviembre de 1960 por su aborrecimiento a los abusos de la dictadura de Trujillo.
Este joven se llamaba Jaime Rafael Fernández Mirabal y era el segundo hijo del matrimonio de los señores Jaime Fernández Camilo y Bélgica Adela Mirabal Reyes, residentes en la comunidad de Ojo de Agua, Salcedo. Sus conocidos lo llamaban cariñosamente Jimmy Fernández, quien tenía una apariencia de adolescente, aunque asombrosamente estaba concluyendo el bachiller. Era un muchacho de pelo lacio recortado, buena estatura y vestía en la ocasión camisa azul, pantalón jeans de color blanco (tipo Lee) y unos tennis Converse All Star; y al principio de su intervención lucía nervioso, aunque tras su identificación inicial, se fue recomponiendo su imagen, tornándose sereno, y logrando encantar al público por su buena dicción y magistral dominio del pensamiento y de la historia.
El joven Jimmy Fernández dictó una charla sobre los valores y emblemas patrios, con énfasis en la bandera y el escudo como símbolos de patriotismo; haciendo varias reflexiones personales sobre su apreciación de la biblia abierta en el capítulo 8, versículo 32, del evangelio de San Juan, y sobre la cruz de la bandera simbolizando la esencia cristiana de la redención.
En la medida que avanzaba su charla, una carga emotiva se iba apoderando del ambiente, y el chico sería varias veces ovacionado por la firmeza de sus criterios y el don de convencimiento que poseía, habiendo encendido muchas emociones, ya que hizo gala de su ilustración citando casi de memoria los ideales y pensamientos del patricio Juan Pablo Duarte, con lo cual conmovió al auditorio y despertó el fervor nacionalista de los jóvenes.
Luego vino un momento de recreación, en el cual los asistentes confraternizaron y compartieron sentimientos y opiniones que servían para tonificar el espíritu; para poco después, escucharse la voz orientadora del padre Vinicio Disla, invitando a los jóvenes a improvisar un coro, que lo acompañaría cantando una hermosa canción de liturgia llamada La Calzada de Emaús.
A seguidas se escuchó su voz de trovador, impresionando al público entonando esa difícil canción a capela, con voz grave pero muy bien modulada; percibiéndose los sonidos de sus letras con absoluta nitidez y musicalidad:
“Por la calzada de Emaús/un peregrino iba conmigo/no le conocí al caminar/ahora sí, en la fracción del pan/¿Qué llevabas conversando?/me dijiste, buen amigo/y me detuve asombrado/a la vera del camino/¿No sabes lo que ha pasado/ allá en Jerusalén/con Jesús de Nazaret/a quien clavaron en cruz?/Por eso me vuelvo triste /a mi aldea de Emaús/Van tres días que se ha muerto/ y se acaba mi esperanza/dicen que algunas mujeres/al sepulcro fueron de alba /Pedro, Juan y algunos otros /hoy también allá buscaron/se ha acabado mi esperanza/no encontraron a Jesús/Por eso me vuelvo triste/a mi aldea de Emaús”.
Fue una verdadera sorpresa verlo cantar con tanta alegría y fervor en su voz, acompañado de aquel coro espontaneo de tonos contrapuestos que sonaban sin embargo melodiosos; pero se supo que él cantaba desde pequeño en su natal San José de Conuco, animando -junto a sus hermanos- las veladas culturales y las ceremonias religiosas; y en Bajabonico estaba cautivando la concurrencia que coreaba la canción.
Luego se cantó “Viva la gente”, un himno escrito en el año 1965 por una organización del mismo nombre, con el objetivo de crear conciencia sobre la necesidad de establecer una sociedad más humana y justa; y seguidamente, los asistentes cantaron los temas “De Colores” y “De qué color es la piel de Dios”; así como otras novedades con letras resaltando el valor del prójimo, o criticando la desigualdad social y racial.
Un aspecto sobresaliente de aquella jornada fue el uso de guitarras y tambores, como instrumentos musicales indicativos del cambio que se verificaba en la iglesia, aunque esa innovación escandalizaba a algunos padres de aquellos jóvenes, a los que se les hacía difícil asimilar el cambio, pues entendían que eso era profanación del protocolo religioso.
En este escenario de Bajabonico se estrenó la maravillosa voz del cantautor santiaguero Ramón Leonardo, quien participó en el evento como parte de la delegación de Santiago de los Caballeros; de la que formaban parte, entre otros, su hermano José Leoncio Blanco, Martha Beato, Fabio Ureña, los hermanos Miguel, Rafael y Peng Bian Sang Ben, y un joven que siempre recordamos porque al término de cada charla, lanzaba un “¡Viva Pancho Villa, coño!”, que era un grito de alegría, que generaba hilaridad y satisfacción en el auditorio.
Recordamos también que entre los presentes, y representando a la entonces provincia de Salcedo, que hoy lleva el nombre de las hermanas Mirabal, estaban -además de los oradores mencionados-, Jaime Enrique Fernández, el hermano mayor de Jimmy; Miguel Español, los hermanos Giovanny y Arturo Bloise, así como un joven profesor de Educación Física, de nombre Mamerto, quien estuvo casado entonces con una bellísima chica imberteña, estudiante universitaria de psicología, que era hermana de la distinguida maestra de la escuela primaria, Pura Isabel de la Rosa.
El evento fue un derroche de alegría, festividad, energía y emoción; y logró sensibilizar a los jóvenes, estimulando la solidaridad y despertando el interés por los asuntos espirítales; además de que fue aprovechado como foro de denuncia contra la intolerancia, la represión y los atropellos a los derechos humanos.
Hay que reconocer el gran esfuerzo que hizo el cura párroco de la iglesia Nuestra Señora de Las Mercedes, el reverendo padre Benito Taveras, quien se ocupó personalmente del montaje del evento; pues sin su concurso no se hubiese logrado el éxito; ya que él se ocupó de integrar el equipo organizador, en el que colaboraron algunos amigos como su asistente, la señorita Nidia Parra; el siempre diligente Máximo Hevia, la señorita Ana Vania Sosa, el seminarista Mario Domínguez García (Sally), los hermanos Franklin y Leonardo Mercado, y los jovencitos Nelson Abraham López Cabrera, Luis Alberto Canahuate Rodríguez y Rosín Canahuate Reyes.
Esos jóvenes dieron lo mejor de sí en la organización de esa actividad, trabajando con ahínco para la coronación exitosa de aquella expresión espiritual de unidad regional. Ellos decidieron obviar el uso como albergue de los dos hoteles del pueblo, pertenecientes a los señores Rogelio Collado y Teté Luciano, ya que creyeron que era mejor que los visitantes se hospedaran en casas de familia, para que sintieran la mano amiga y afectuosa de los integrantes de la comunidad, aunque debido a la gran cantidad de personas que asistió a esta convivencia, fue necesario alojar unos pocos en el hotel Ideal de Rogelio Collado.
Entre los visitantes que se pasearon por nuestra calle de La Gallera, instalándose en la residencia de Picho Cabrera y Laura Francisco; y en el hogar de nuestro inolvidable padrino Miguel Reyes, estuvieron los hermanos Bloise, de Salcedo, y el cantautor Ramón Leonardo. Se conserva nítidamente en nuestra memoria la imagen viva de este chico de 17 años, rasgueando su guitarra y cantando un tema de su autoría, llamado “Todos somos iguales”, en la galería de los Reyes Cabrera, para diversión de muchos de los residentes de la calle Ezequiel Gallardo; en especial, los hijos de aquella casa, Aura, Socorro y el pequeño Fausto Miguel.
Esta convivencia fue muy importante porque enseñó a la juventud a valorar los símbolos patrios y la historia nacional, y porque utilizó el canto religioso como un instrumento para promover valores positivos, solidaridad, cooperación y sana diversión en una sociedad urgida de desarrollo y superación social.
Reflexionando sobre sus resultados, estimamos muchísimo el renacer humanista y cristiano que produjo; pues desde entonces la juventud puso en primer plano los valores de la familia y los conceptos sobre igualdad, derechos y justicia. De tal modo que mucho tiempo después seguiría gravitando en Bajabonico el influjo de la convivencia en las tertulias del parque Sánchez, donde cada noche se daban cita muchos jóvenes, confluyendo allí los rostros de Carlos Rafael Tamayo Ureña, Vicente Martínez, Andrés Alejandro Brito, Carlos –El Erizo- Tamayo, Martín Rodríguez (Papi Quicio), Heriberto Díaz, Cucho Díaz, Tomás Martínez, Héctor Cañahuate, Juan Danilo Collado, Ernestico Martínez, Nelson López, Ñoña Mercado, Chito y Rafuche Guzmán, Juan Tomás Díaz, Danny Henríquez, Bulilo Vargas Oliver, Lorenzo y Juan Gómez, Sócrates Luciano, Gallego Tejada, Adalberto Martínez, Fefo Severino, Aristalco Dorrejo, Carlitos Cañón, Pucito Cabrera, Cabito Tavárez, Papi Reyes, Johnny Folch, Chiche Buche y Negro Vargas, Sapito, Comehielo, Pasiro el árabe, entre otros.
Los temas de discusión diaria, que giraban sobre el marxismo y el cuestionamiento a la existencia Dios perdieron fuerza, producto del resultado positivo de aquel evento, ya que los chicos preferían hablar de otros asuntos, y hasta recrearse escuchando a Noña Mercado improvisar un chiste picante, y a Mamerto Cruz (El Japonés), interrumpiendo la solemnidad de una tertulia para introducir con su voz insurrecta la vulgaridad de un cuento colorado que narraba en secuencia interminable, produciendo la risa delirante de los oyentes sentados en las banquetas del parque.
Después de la convivencia, los animados y risueños jóvenes asistirían cada domingo con más fe a los actos religiosos, oficiados en dos tandas por el reverendo padre Benito Taveras, quien comenzaba la primera misa a las seis de la mañana, a la que iban -como era la costumbre- los adultos de mayor edad y con ineludibles compromisos económicos; y la segunda, se efectuaba a las ocho de la mañana; siendo común ver un público joven de todos los sectores sociales de la comunidad, aglomerado en el parque municipal, escuchando la sonora convocatoria del repiqueteo de las campanas.
Sin lugar a dudas que la última misa dominical adquiría un fascinante atractivo, en el momento en que asomaba la figura esbelta y elegante de Pelvis Portes, quien como diestro jinete conducía un potro de paso fino que causaba la envidia de los hombres reunidos en el parque y la callada admiración de las mujeres, tanto adultas como adolescentes.
Este joven, hijo del hacendado Magen Portes, y llegaba regularmente minutos después de iniciada la misa, cuando comenzaba a sentirse un virtual congestionamiento de feligreses, y por ello siempre escuchaba las oraciones, los sermones y el acto de eucaristía colocado en la puerta, de pies y erguido como un roble.
Las muchachas que iban a la misa de las ocho lo hacían avitualladas de sus mejores vestidos, convirtiéndose su presencia en una competencia de modelaje, sobre todo en el caso de las chicas quinceañeras que exhibían los trajes actualizados confeccionados por la señora Evi de Cabrera, una comerciante española que estaba considerada como la mejor diseñadora del pueblo.
A los chicos fuera y dentro del recinto religioso les fascinaba el despliegue de energías virginales que manifestaba una chiquilla llamada Angelita Tamayo Sención, quien era la hija del celoso juez de paz, Felito Tamayo Balaguer y de la señora Bernarda Sención, quien se movía contorneando delicadamente su cuerpo y pisando en la acera como si fuese una princesa posando sus zapatillas en la alfombra roja de un cuento de hadas.
Igualmente satisfacía la esplendorosa gracia de Dalia Henríquez, con su exquisita ternura y su trato amigable; así como los bellos ojos de su hermana Sarah Isa, convocando la inevitable mirada de los chicos; y la visión esplendente de la bellísima morena Juanita Nurse, o de las tiernas hermanas Irma e Inés Gómez, acompañadas de su inseparable padre; o de las mellizas Doris Altagracia y Doris Mercedes Collado, la primera con sus ojos verdiazules compitiendo con la belleza del mar, y la segunda con su cimbreante cuerpo de quinceañera desbordando vitalidad.
Terminada la misa las chicas regresaban a sus hogares, aunque algunas, con el permiso de sus padres, permanecían un tiempecito más sentadas en las banquetas del parque, o recorriendo el perímetro para contactar enamorados y amigos; o en un simple y preconcebido acto de coqueteo, que se disfrutaba al máximo, mientras se escuchaba la canción Ding Dong Son las Cosas del Amor, de Leo Favio, o cualquier otra balada romántica en la voz de Raphael o de Sandro América, saliendo de la vellonera del Josie Bar, que era encendida cuando concluía el servicio religioso.
Dalia y Sarah Isa Henríquez volvían a su residencia de la calle Mella esquina Ezequiel Gallardo en un carro Fiat azul, propiedad de su padre, el hacendado Aquino Henríquez, cabeza principal de variados y prósperos establecimientos comerciales, así como de grandes fincas ganaderas que iban desde la sección Bajabonico Arriba hasta Palma Grande.