A veces me ensimismo con la nostalgia,
y zambullido en el interior de mi mismo,
voy y vuelvo al ser, vuelvo y voy siendo:
la senda de mis ojos, el paso del tiempo,
el pulso de la vida en el impulso de Dios,
la voluntad del Creador sobre nosotros.
Otras veces releo sobre el firmamento,
y me crezco con la luna en menguante,
deshojo margaritas para enhebrar luz,
como si el cielo me injertase una liturgia
de sentimientos sobre nuestros andares,
sobre lo que pudo haber sido y no fue.
Nunca es tarde para volver a empezar,
para elevarse, alcanzar aire, asimilarse,
pues por muy grande que sea la caída,
el Señor atiende nuestra queja siempre,
sólo hay que escucharle y comprender,
la evidencia de la cruz que nos abraza.
Nada hay tan dulce como la docilidad
de un niño ante el espejo de sus padres;
ojalá no perdamos nunca a ese niño,
para poder escribir nuestra propia historia,
con los ojos del corazón, los más níveos,
pues hemos venido para acariciarnos.
Con una caricia, Dios absuelve sin más.
Cura nuestras heridas, nos alivia el alma.
Sólo desde el sosiego se llega a la quietud.
Abrazada la paz, que baja desde el cielo,
los horizontes se ensanchan en armonía,
pues unidos todos, nos hallaremos fuertes.
Y vivos, la eternidad es nuestra por siempre,
todo el tiempo del mundo ya será nuestro,
para poder descansar y recrearnos en el yo,
conjugado en los demás por lo que soy en sí:
un pedazo de aire para un espíritu nómada,
y un naciente de albor para un andar errante.
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Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net