Sin mucha complicación pude precisar su silueta acercarse, aun cuando los granos de una arena infinita dificultaban mi visión. Su piel estaba quemada, carbonizada; en nada parecida –de eso estoy seguro-, a la realidad fenotípica que le fuera presentada a su madre, hacía menos de una década atrás.
Jean Carlos era su nombre, y con ocho años cumplidos, ya laboraba en la costa playera de Patanemo, vendiendo termos confeccionados en bambú. ¡Ven aquí! –Le dije-, mientras liberaba a mis ojos del último rastro arenoso, para así enfocar, con mayor nitidez, al portador de aquella pequeña estatura. Procuré que el infante me comentara acerca de su situación laboral, sus estudios en curso y el paradero de sus papás; tenía una mirada tierna e impresionante, su sonrisa era sincera, y hablaba con la calma que caracteriza a un anciano antes de partir. Al escucharlo, daba la impresión de que jamás hubiese atravesado dificultades en la vida, lo cual duraba hasta que, con atención, se observasen sus ropas rasgadas, o se ahondare en el conocimiento de su realidad vivencial; sin embargo, en base a lo que transmitía, parecía no haber sido tocado por las oscuridades de este mundo real.
Luciano observaba la escena y quedó frío, también perplejo; arrimado hacia atrás por su padre, quien procuraba –con la palma abierta en el pecho de su menor-, la distancia suficiente de aquella criatura menos afortunada. “Para atrás, Luciano, y esconde el balón” fueron las palabras que alimentaron aún más el miedo del rubio jovencito, a quien su madre había emparamado de crema protectora contra agentes ultravioleta. Jean Carlos volteó hacia los presentes, y bajó enseguida la mirada, perdiendo el hilo de nuestra conversación.
La familia de Luciano se encontraba en mi punto “Este” cardinal, y desde su llegada, se habían dado a la tarea de inflar una piscina para el pequeño de la casa, así como llenar los alrededores de variados juguetes, y establecer las instrucciones para el día de diversión. La madre lucía lentes Gucci, y su traje de baño exhibía las siglas de un reconocido diseñador; se maquilló luego de aplicarse splash, retocó su sombrero curveado y, emulando la boca de un pato, disparó con su cámara el selfie de rigor. Se quitó los lentes, amargó sus expresiones faciales, y exhaló profundamente, volviendo al curso su imperfecta zona abdominal; tomó un libro y comenzó a leer. El padre, por su parte, quien no difería mucho del aspecto estético de su compañera, aprovechó la distracción literaria de ésta, y usando a su atractivo hijo como señuelo, coqueteaba frente a las féminas que desfilaban por las orillas de aquel mar.
Yo observé la incomodidad de Jean Carlos, y esperé a que por sí solo recobrara el ritmo del diálogo. Al rato levantó la mirada, y manifestó que debía irse. Lo frené por un instante, felicitando su labor; le dije que nadie elegía en qué condiciones nacer, pero que solo de nosotros dependía el superarnos, o en vida perecer. Volteé para encarar a quienes me correspondieron como vecinos más cercanos, mientras reflexionaba sobre la proyección que el pequeño Luciano pudiera tener, precisamente en una familia integrada por Iphones, piscinas inflables, coqueteo y caparazón, donde nada aparte de aquello, obtenía de sus integrantes la mínima atención.
“En este mundo hacen falta más Jean Carlos, y menos prospectos como los que se forjaban en Luciano” –pensaba para mí-, mientras observaba como aquellos, con mucho asco, espantaban a varios caninos que, por cierto, eran tan mansos como hambrientos, y solo se acercaron por los bocadillos que la familia había elaborado para merendar. Volví a mis pensamientos, pero esta vez con Mahatma Ghandi, quien no se equivocó al expresar: “Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”.
Al fin, yo pude comprender dónde habían sido acaparadas las oscuridades que a mi amigo Jean Carlos no pudieron alcanzar…
Zaki Banna / @ZakiBanna