Thursday, March 28, 2024
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El mundo de silencio de la medallista olímpica Pilar Roldán

En la final femenina de florete de los Juegos Olímpicos de México 1968 la ciudad parecía caerse a pedazos, pero la mexicana Pilar Roldán estaba recluida en un mundo de silencio y gracias a eso sobrevivió y ganó medalla de plata.

Roldán había perdido con la soviética Elena Novikova y la húngara Ildiko Ujlary, pero se recuperó y derrotó a la soviética Galina Gorokhova y a la francesa Brigitte Gapais. Entonces llegó el combate por la medalla, ante la sueca Kerstin Palme, y fue cuando el público de la Sala de Armas, sede de la justa, y el resto de la ciudad fueron protagonistas de un paroxismo casi sísmico.

“Me fui delante y ella me alcanzó; dicen que la gente estaba alborotada, pero yo me sentía aislada y no escuché nada. Hice un toque y así aseguré la medalla, que después supe que era de plata detrás de Novikova, porque tenía mejor diferencia de golpes que la húngara”, cuenta a Efe casi 50 años después.

Pilar es hija de Ángel Roldán, integrante del equipo mexicano de la Copa Davis de Tenis en 1934, y de María Tapia, campeona de tenis de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, pero no heredó los genes de sus padres. Su ‘drive’ no era de los mejores, no dominaba el golpe de revés y, aunque probó, pronto desistió de seguir el camino de la familia con una raqueta en las manos.

Antes de entrar en Secundaria leyó “Los tres Mosqueteros” de Alejandro Dumas y vio la película, lo que marcó el antes y después de su vida. Obsesionada con imitar a D’Artagnan, un día se vio en la clase de esgrima del maestro italiano Eduardo Alajmo y ahí inició su crecimiento como deportista.

“No fue difícil decidirme por la esgrima porque era buena y en el tenis no, así que cada vez me dediqué más al florete y empecé a mejorar”, recuerda.

Meses antes de cumplir 15 años la joven recibió un regalo mayor, formar parte de la delegación mexicana a los Juegos Panamericanos con sede en su país en 1955, en la cual estaban sus padres como miembros veteranos del equipo de tenis.

Pilar no ganó medalla, pero se dio a conocer en el circuito mundial. Debutó en Juegos Olímpicos en Helsinki’56, en los que fue décima, y estuvo en los de Roma’60 como abanderada de la delegación. No la llevaron a Tokio 1964 porque el presidente del Comité Olímpico Mexicano dijo que no tenía calidad, palabras que debió tragarse más adelante.

Meses antes el COI había anunciado a México como sede de los Juegos de la XIX Olimpiada y Pilar se concentró en superarse a sí misma, lo que le hizo derrotar a las mejores del mundo en diversas competencias en Estados Unidos y Europa y en 1967 conquistar la medalla de oro en los Juegos Panamericanos de Winnipeg (Canadá).

En su casa en el balneario mexicano de Cancún, Pilar hace una pausa, mide las palabras y asegura que lo diferente de los Olímpicos de México consistió en que la gente se involucró, lo cual hizo que los deportistas de fuera se sintieran como en su casa.

“Una vez que entro en la final, solo debía dar lo mejor; todas estábamos parejas y estoy segura de que si hubieran vuelto a repetir la competencia el resultado habría sido diferente”, cuenta.

Habla con la autoridad de quien ha vivido más de 78 años y aclara que, a diferencia de lo que muchos creen, los entrenamientos de esgrima no eran aburridos y revela que lo realmente duro era encontrar tiempo para competir después de cumplir su ocupación principal, la de madre de dos hijos.

“Cuando dejé la esgrima me dediqué a la familia, tuve otra hija y a los 15 años regresé y gané el Mundial de veteranas de 1983 en Toronto, pero en espada”, recuerda.

Ahora que México celebra durante todo el año el medio siglo de los Juegos de 1968, Pilar a veces observa su medalla y siente la felicidad reservada a las mujeres que fueron de grandes lo que soñaron ser de niñas, en su caso una versión femenina de D’Artagnan.

Le dicen que para los festejos por el medio siglo de los Juegos viajará a México la campeona Elena Novikova, quien repitió su medalla de oro en Múnich 1972 y conquistó otra por equipos en Montreal 1976, y le cuesta trabajo imaginar cómo será ver a aquella joven de 21 años convertida en una abuela de 71.

“No sé de qué hablaríamos, supongo que de esgrima. Después de los Juegos la volví a ver cuando yo tiraba espada como veterana y nada más nos saludamos”, cuenta, y vuelve a hundirse en su mundo de silencio, al que acudió hace mucho tiempo cuando le tocó sacar lo máximo de sí misma ante las mejores del mundo.

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